Dudar de las certezas, disentir de lo establecido, descreer de todas las creencias.

Omnibus dubitandum

Dudar de todo, dudar radicalmente de las creencias inculcadas por la educación en la cultura del progreso capitalista moderno, es el punto de partida. Dudar radicalmente quiere decir cuestionarlo todo, lo que no necesariamente significa negarlo todo. El omnibus dubitandum es el faro guía en el pensar de Illich.

La duda metódica y radical es un proceso dialéctico en su pensamiento.

La duda radical sabe identificar y seguir a los opuestos en su dinámica, para describirlos y explicarlos a fin de comprenderlos.

Dudar radicalmente permite desentrañar una síntesis en movimiento. Una síntesis que niega y afirma de manera concomitante, contradictoria y sintética en ciclos indeterminables.

Entre lo que dicen y lo que realmente hacen las instituciones modernas, Illich señala sus contradicciones. Las instituciones en la cultura del progreso, del Estado benefactor capitalista, hacen justamente lo contrario de lo que prometen. Pero, en cambio, sirven para garantizar las condiciones materiales que optimicen la reproducción y acumulación del gran capital.

El dogma de que el aumento de la producción, el empleo y el consumo conducen al aumento de la felicidad de la humanidad es contundentemente cuestionado y desmontado. Queda demostrado que el prometido «progreso para todos» significa realmente el brutal enriquecimiento de muy pocos en detrimento de la inmensa mayoría de la población. La lógica del desarrollo económico supone un crecimiento ilimitado y una producción creciente de mercancías y servicios (innecesarios y superfluos), y por lo tanto, un consumo sin fin. Esa lógica es insostenible en un mundo finito y complejo, donde todo va entrelazado con todo.

Vemos ensancharse el abismo que separa a la minoría escolarizada de la mayoría marginada. Al mismo tiempo que vemos aumentar, año tras año, lo invertido en tareas educativas.

El radicalismo humanista significa en Iván Illich cuestionar toda certeza. Dudar de toda convicción y creencia, con el objeto de indagar si efectivamente contribuyen a la plenitud, la paz y la alegría entre los hombres y mujeres de buena voluntad. O si en realidad, actúan en su contra.

Iván Illich. Vida y obra: www.ivanillich.org.mx

Disentir de lo establecido

Monseñor Iván Illich en su condición de sacerdote, inserto en la alta jerarquía católica, tuvo la valentía de denunciar y oponerse desde el CIDOC de Cuernavaca, a una alianza del Vaticano y Washington. Esa alianza era en realidad un "muy bien intencionado" programa del Papa Juan XXIII (su amigo y protector), quién lanzó un llamado para que el 10% de los sacerdotes católicos estadounidenses y canadienses fungieran como misioneros en América Latina a fin de enfrentar la amenaza del castro comunismo en el continente. Illich pudo ver que este programa fue utilizado realmente como una forma de poner los evangelios al servicio del imperialismo capitalista norteamericano.


En 1960 el papa Juan XXIII encargó a todos los superiores religiosos estadounidenses y canadienses que enviaran el 10 por ciento de sus fuerzas efectivas, entre sacerdotes y monjas, a América Latina en el curso de los 10 años siguientes. La mayoría de los católicos estadounidenses interpretaron esta solicitud papal como un llamado para ayudar a modernizar a la Iglesia latinoamericana de acuerdo con el modelo norteamericano. Había que salvar del «castrocomunismo» a un continente en el cual vive la mitad de los católicos del mundo.

Me opuse a la ejecución de esa orden: estaba convencido de que dañaría seriamente a las personas enviadas, a sus protegidos y a los patrocinadores de los países de origen. Además, serviría inevitablemente a la propagación del desarrollismo. Había aprendido en Puerto Rico que son pocas las personas que no salen tullidas o completamente destruidas del trabajo de por vida «en beneficio de los pobres» en un país extranjero. Sabía que la transferencia de los estándares de vida y las expectativas norteamericanas no harían más que impedir los cambios revolucionarios necesarios y que estaba mal usar el Evangelio al servicio del capitalismo. Por último, sabía que si bien el hombre común en Estados Unidos necesitaba ser informado sobre la realidad revolucionaria de América Latina,

los «misioneros» solo deformarían la visión de esta realidad: sus informes son notoriamente caprichosos. Era necesario detener la cruzada proyectada.

Junto con unos amigos, fundé un centro de estudios en Cuernavaca CIDOC. Elegimos ese lugar debido a su clima, ubicación y logística. En la apertura del centro establecí dos de los propósitos de nuestra empresa. El primero era ayudar a disminuir el daño que la ejecución de la orden papal amenazaba causar. Nuestro programa educativo para los misioneros intentaría enfrentarlos de cara a la realidad y consigo mismos, de modo que, o rechazaban sus nombramientos o, de aceptarlos, estarían entonces un poco menos faltos de preparación. El segundo propósito era recabar suficiente influencia entre los núcleos que tomaban las decisiones en las agencias parroquiales de esa empresa misionera y tratar de disuadirlos de aplicar el plan.

Durante la década de los sesenta, tanto nuestra experiencia y nuestra reputación en el entrenamiento intensivo de profesionales extranjeros que habían sido nombrados para desempeñarse en Sudamérica como el hecho de que éramos el único centro especializado en ese tipo de educación, aseguraron un flujo permanente de estudiantes a través del centro —a pesar del carácter básicamente subversivo de los propósitos citados.

Iván Illich, El reverso de la caridad, en: Iván Illich, un humanista radical, Ediciones La Llave, Barcelona, 2016, pp. 39-40

Iván Illich. Vida y obra: www.ivanillich.org.mx


El horror del desarrollo económico

El tránsito continuo de los valores de uso por valores de cambio es el proceso que Illich llama la «modernización de la pobreza»: ese perverso proceso paralelo de restringir el acceso al mercado de mercancías y al mismo tiempo restringir el uso de los ámbitos de comunidad, donde florecen los valores de uso todavía. La esclavitud universal al mercado y la mercancía universales, soñada por los grandes capitales. Dice Illich:

Hasta nuestros días, el desarrollo económico significó siempre que la gente, en lugar de hacer una cosa, estaría en posibilidad de comprarla. Los valores de uso fuera del mercado empezaron a reemplazarse por mercancías. De la misma forma, el desarrollo económico significa que al final la gente deberá comprar la mercancía porque las condiciones que les permitían vivir sin ellas desaparecieron de su entorno físico, social o cultural.

Iván Illich, un humanista radical, Ediciones La Llave, Barcelona, 2016.


A la izquierda de las mentes escolarizadas y "bien educadas"

Mientras las profesiones más antiguas monopolicen los mayores ingresos y prestigio, será difícil reformarlas. La profesión de maestro de escuela debiera ser fácil de reformar, no solo debido a su origen más reciente. La profesión educativa pretende ahora un monopolio global; reclama ser la única competente para impartir el aprendizaje no solo a sus propios novicios sino también a los de otras profesiones. Esta expansión excesiva la hace vulnerable ante cualquier otra profesión que reclame el derecho a enseñar a sus propios aprendices. Los maestros de escuela están abrumadoramente mal pagados y frustrados por la estrecha fiscalización del sistema escolar. Los más emprendedores y dotados de entre ellos hallarían probablemente un trabajo más simpático, una mayor independencia y hasta mejores ingresos al especializarse como modelos de habilidades, administradores de redes o especialistas en orientación.

Finalmente, es más fácil romper la dependencia del alumno matriculado respecto del profesor diplomado que su dependencia de otros profesionales, por ejemplo, que la de un paciente hospitalizado respecto de su médico. Si las escuelas dejaran de ser obligatorias, aquellos profesores cuya satisfacción reside en el ejercicio de la autoridad pedagógica en el aula se quedarían solo con los alumnos para quienes fuese atractivo ese estilo. La desaparición de nuestra actual estructura profesional podría comenzar con la deserción del maestro de escuela.

La desaparición de las escuelas ocurriría inevitablemente y ocurriría a velocidad sorprendente. No puede postergarse por más tiempo, y no hace ninguna falta promoverlo vigorosamente,

Mientras las profesiones más antiguas monopolicen los mayores ingresos y prestigio, será difícil reformarlas. La profesión de maestro de escuela debiera ser fácil de reformar, no solo debido a su origen más reciente. La profesión educativa pretende ahora un monopolio global; reclama ser la única competente para impartir el aprendizaje no solo a sus propios novicios sino también a los de otras profesiones. Esta expansión excesiva la hace vulnerable ante cualquier otra profesión que reclame el derecho a enseñar a sus propios aprendices. Los maestros de escuela están abrumadoramente mal pagados y frustrados por la estrecha fiscalización del sistema escolar. Los más emprendedores y dotados de entre ellos hallarían probablemente un trabajo más simpático, una mayor independencia y hasta mejores ingresos al especializarse como modelos de habilidades, administradores de redes o especialistas en orientación.

Finalmente, es más fácil romper la dependencia del alumno matriculado respecto del profesor diplomado que su dependencia de otros profesionales —por ejemplo, que la de un paciente hospitalizado respecto de su médico. Si las escuelas dejaran de ser obligatorias, aquellos profesores cuya satisfacción reside en el ejercicio de la autoridad pedagógica en el aula se quedarían solo con los alumnos para quienes fuese atractivo ese estilo. La desaparición de nuestra actual estructura profesional podría comenzar con la deserción del maestro de escuela.

La desaparición de las escuelas ocurriría inevitablemente —y ocurriría a velocidad sorprendente. No puede postergarse por más tiempo, y no hace ninguna falta promoverlo vigorosamente, porque ya está ocurriendo.

Lo que vale la pena es tratar de orientarla en una dirección prometedora, pues puede dirigirse en dos direcciones diametralmente opuestas.

La primera sería la ampliación del mandato del pedagogo y su control creciente sobre la sociedad, incluso fuera de la escuela. Con la mejor intención y tan solo ampliando la retórica usada hoy como en las aulas, la crisis actual de las escuelas podría proporcionar a los educadores la excusa para usar todas las redes de la sociedad contemporánea para enviarnos sus mensajes —para nuestro bien. La desescolarización que no podemos detener, podría significar el advenimiento de un «mundo feliz» dominado por algunos bien intencionados administradores de instrucción programada.

Por otra parte, el hecho de que tanto los gobiernos como los empleados, los contribuyentes, los pedagogos despiertos y los administradores escolares advierten con creciente claridad que la enseñanza graduada de currículo en pro de unos certificados se ha hecho perjudicial, podría ofrecer a grandes masas humanas una oportunidad única: la de preservar el derecho de tener un acceso parejo a los instrumentos tanto para aprender, como para competir con otros lo que saben o creen. Pero esto exigiría que la revolución educativa estuviese guiada por ciertas metas:

1. Liberar el acceso a las cosas, mediante la abolición del control que hoy ejercen unas personas e instituciones sobre sus valores educativos.

2. Liberar la coparticipación de habilidades al garantizar la libertad de enseñarlas o de ejercitarlas a pedido.

3. Liberar los recursos críticos y creativos de la gente por medio de un regreso a la capacidad de las personas para convocar y organizar reuniones —capacidad crecientemente monopolizada por instituciones que afirman estar al servicio del público.

4. Liberar al individuo de la obligación de moldear sus expectativas según los servicios ofrecidos por cualquier profesión establecida —proporcionándole la oportunidad de aprovechar la experiencia de sus iguales y de confiarse al profesor, guía, consejero o curandero de su elección. La desescolarización de la sociedad difuminará inevitablemente las distinciones entre economía, educación y política, sobre las que se funda ahora la estabilidad del orden mundial y de las naciones.

Nuestra reseña de las instituciones educativas nos lleva a modificar nuestra imagen del hombre. La criatura que las escuelas necesitan como cliente no tiene ni la autonomía ni la motivación para crecer por su cuenta. Podemos reconocer la escolarización como la culminación de una empresa prometeica, y hablar acerca de su alternativa refiriéndonos a un mundo adecuado para que en él viva un hombre epimeteico. Ya que nos es posible imaginar el reemplazo del embudo escolástico por una trama de intercambios y hacer que el mundo vuelva a ser visible mediante múltiples posibilidades de comunicación, solo nos queda, al final de este esfuerzo, esperar que la naturaleza epimeteica del hombre aparezca, porque este renacimiento no depende de nuestros proyectos ni de nuestra voluntad.

 

 


¿La escuela ha muerto? ¡Dejémosla descansar en paz!

Los consumidores se enfrentan al claro hecho de que cuanto más pueden comprar, tanto más engaño han de tragar. Hasta hace poco parecía lógico que pudiera echarse la culpa de esta inflación pandémica de disfunciones ya fuese al retraso de los descubrimientos científicos respecto de las exigencias tecnoló- gicas, ya fuese a la perversidad de los enemigos étnicos, ideológicos o de clase. Han declinado las expectativas tanto respecto de un milenario científico como de una guerra que acabe con las guerras.

Para el consumidor avezado no hay manera de regresar a una ingenua confianza en las tecnologías mágicas. Demasiadas personas han tenido la experiencia de computadoras que se descomponen, infecciones hospitalarias y saturación dondequiera que haya tráfico en la carretera, en el aire o en el teléfono. Hace apenas 10 años, la sabiduría convencional preveía una mejor vida fundada en los descubrimientos científicos. Ahora, los científicos asustan a los niños. Los viajes a la Luna proporcionan una fascinante demostración de que el fallo humano puede casi eliminarse

entre los operarios de sistemas complejos —sin embargo, esto no mitiga los temores ante la posibilidad de que un fallo humano que consista en no consumir conforme a las instrucciones pueda escapar a todo control.

Para el reformador social tampoco hay modo de regresar a las premisas de la década de los años cuarenta. Se ha desvanecido la esperanza de que el problema de distribuir con justicia los bienes pueda evadirse creándolos en abundancia. El coste de la cesta mínima que satisfaga los gustos contemporáneos se ha ido a las nubes, y lo que hace que un gusto sea moderno es el hecho de que aparezca como anticuado antes de haber sido satisfecho.

Los límites de los recursos de la tierra ya se han evidenciado. Ninguna nueva avenida de la ciencia o la tecnología podría proveer a cada hombre del mundo de los bienes y servicios de que disponen ahora los pobres de los países ricos. Por ejemplo, se precisaría extraer 100 veces las cantidades actuales de hierro, estaño, cobre y plomo para lograr esa meta, incluso con la alternativa tecnológica más «liviana».

Por fin, los profesores, médicos y trabajadores sociales caen en la cuenta de que sus diversos tratamientos profesionales tienen un aspecto —por lo menos— en común: crean nuevas demandas para los tratamientos profesionales que proporcionan, a una mayor rapidez con la que pueden proporcionar instituciones de servicio.

Iván Illich, un humanista radical, Ediciones La Llave, Barcelona, 2016, pp. 202-203

 

Iván Illich. Vida y obra: www.ivanillich.org.mx

Si se extiende la luz

toma la forma

de lo que está inventando la mirada

(JEP)