Construir comunidad

Debemos construir —y gracias a los progresos científicos lo podemos hacer— una sociedad posindustrial en la que el ejercicio de la creatividad de una persona no imponga jamás a otra un trabajo, un conocimiento o consumo obligatorio. En la era de la tecnología científica, solamente una estructura convivial de la herramienta puede conjugar la supervivencia y la equidad. La equidad exige que, a un tiempo, se compartan el poder y el haber. Si bien la carrera por la energía conduce al holocausto, la centralización del control de la energía en manos de un Leviatán burocrático sacrificaría el control igualitario de la energía a la ficción de una distribución equitativa de los productos obtenidos. La estructuración convivencial de las herramientas es una necesidad y una urgencia desde el momento en que la ciencia libera nuevas formas de energía. Una estructura convivencial de la herramienta hace realizable la equidad y practicable la justicia; ella constituye la única garantía de supervivencia.

Iván Illich, La reconstrucción convivencial, en: Iván Illich, un humanista radical, Ediciones La Llave, Barcelona, 2016, p. 199


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La industria de la construcción

El derecho y las finanzas están detrás de la industria de la construcción, dándole poder para sustraer al hombre la facultad de construir su propia casa. Últimamente, en más de un país de América Latina se han lanzado programas destinados a dar a cada trabajador «un alojamiento decente». Al principio se establecie- ron nuevas normas para la construcción de unidades habitacionales. Estas estaban destinadas a proteger a quienes las adquirían de los abusos de la industria de la construcción. Pero, paradójicamente, estas mismas normas han privado a un número mayor de gente de la posibilidad tradicional de construirse su casa. Este nuevo código habitacional dicta condiciones mínimas que un trabajador, al construirse su casa en el tiempo libre, no puede satisfacer. Aún más, el solo alquiler de una vivienda cualquiera construida industrialmente sobrepasa el ingreso de 80 por ciento de la población. Este «alojamiento decente», como se dice, no puede ser ocupado más que por gente acomodada o por aquellos a quienes la ley concede una subvención para vivienda.

Los alojamientos que no satisfacen las normas industriales se declaran peligrosos e insalubres. Se rehúsa ayuda pública a la aplastante mayoría de la población que no tiene medios para comprar una casa, pero que bien podría construirla. Los fondos públicos destinados al mejoramiento de las condiciones habita- cionales en las barriadas pobres se destinan a la construcción de poblaciones nuevas cercanas a las capitales provinciales y regionales, en donde podrán vivir los funcionarios, los obreros sindicalizados y los que tienen conexiones. Toda esa gente es empleada

del sector moderno de la economía, tiene trabajo. Se les puede clasificar entre los que hablan de su trabajo en sustantivo. Los que no trabajan o que trabajan de cuando en cuando, y los que apenas alcanzan el nivel de subsistencia, utilizan la forma verbal cuando, por casualidad, les es posible trabajar.

Solo las personas que tienen trabajo reciben subvenciones para construir su casa; además, todos los servicios públicos están organizados para hacerles la vida grata. En las grandes ciudades de América Latina, el 10 por ciento de la población consume alrededor del 50 por ciento del agua potable. La mayoría de esas ciudades están en los altiplanos, donde el agua es muy escasa. El código de urbanismo impone normas mucho más bajas que las de los países ricos, pero, al prescribir cómo se deben construir las casas, crea un ambiente de escasez de alojamientos. La pretensión de una sociedad de ofrecer cada vez mejores viviendas sufre la misma aberración que la de los médicos al pretender cada vez mayor bienestar, o la de los ingenieros al producir cada vez más velocidad. En lo abstracto se fijan fines imposibles de alcanzar, y en seguida se sustituyen los medios para los fines.

Lo que ha sucedido en toda América Latina en los años sesenta, incluyendo a Cuba, también ha sucedido en Massachusetts. En 1945, la tercera parte de las familias habitaba una casa que era enteramente obra de sus ocupantes, o había sido construida según sus planos y bajo su dirección. En 1970, la proporción de esas casas no representaba más que el 11 por ciento del total. Entre tanto, el alojamiento se había convertido en el problema número uno. Aunque gracias a las nuevas herramientas y a los materiales disponibles, construir una casa se ha hecho más fácil en la actualidad, son las instituciones sociales —reglamentos, sindicatos, cláusulas hipotecarias— las que se oponen a ello.

Iván Illich, La reconstrucción convivencial, en: Iván Illich, un humanista radical, Ediciones La Llave, Barcelona, 2016, pp. 336-337

Y las universidades ¿qué construyen?

Durante la Edad Media, ser un estudioso significaba ser pobre y hasta mendicante. En virtud de su vocación, el estudioso medieval aprendía latín, se convertía en un outsider digno tanto de la mofa como de la estimación del campesino y del príncipe, del burgués y del clérigo.

Para triunfar en el mundo, el escolástico tenía que ingresar primero en él, entrando en la carrera funcionaria, preferiblemente la eclesiástica. La universidad antigua era una zona liberada para el descubrimiento y el debate de ideas nuevas y viejas. Los maestros y los estudiantes se reunían para leer los textos de otros maestros, muertos mucho antes, y las palabras vivas de los maestros difuntos daban nuevas perspectivas a las falacias del mundo presente. La universidad era entonces una comunidad de búsqueda académica y de inquietud endémica.

En la universidad multidisciplinaria moderna esta comunidad ha huido hacia las márgenes, en donde se junta en un apartamento, en la oficina de un profesor o en los aposentos del capellán. El propósito estructural de la universidad moderna guarda poca relación con la búsqueda tradicional. Desde los días de Gutenberg, el intercambio de la indagación disciplinada y crítica se ha trasladado en su mayor parte de la «cátedra» a la imprenta. La universidad moderna ha perdido por incumplimiento su posibilidad de ofrecer un escenario simple para encuentros que sean autónomos y anárquicos, enfocados hacia un interés y sin embargo espontáneos y vivaces, y ha elegido en cambio administrar el proceso mediante el cual se produce lo que ha dado en llamarse investigación y enseñanza.

Iván Illich, Ritualización del progreso, en: Iván Illich, un humanista radical, Ediciones La Llave, Barcelona, 2016, pp. 126-127.


A la izquierda de las mentes "bien educadas" para consumir

La pobreza modernizada

Pasado cierto umbral, la multiplicación de mercancías induce a la impotencia, a la incapacidad de cultivar alimentos, de cantar o de construir. El afán y el placer, condiciones humanas, llegan a convertirse en privilegio de algunos ricos caprichosos. En Acatzingo, en la época en que Kennedy lanzó la Alianza para el Progreso, como en la mayoría de los pueblitos mexicanos de su tamaño, existían cuatro bandas de músicos que tocaban a cambio de un trago y servían a una población de 800 personas. Actualmente, los discos y las radios conectadas a altoparlantes anegan todo talento local. Solo ocasionalmente, en un acto de nostalgia, se reúne dinero para traer una banda de marginados de la universidad para cantar las viejas canciones en alguna fiesta especial. El día en que la legislación venezolana instituyó para cada ciudadano un derecho «habitacional» concebido como mercancía, tres cuartas partes de las familias hallaron que las casitas levantadas con sus propias manos quedaban rebajadas a nivel de cobertizos. Además, y esto era lo más importante, existía ya un prejuicio contra la autoconstrucción. No se podía iniciar legalmente la construcción de una casa sin antes presentar el plano diseñado por un arquitecto diplomado. Los desechos y sobrantes de la ciudad de Caracas, útiles hasta entonces como excelentes materiales de construcción, creaban ahora el problema de deshacerse de desperdicios sólidos. Al hombre que intentaba levantar su propia «morada» se le miraba como un desviado que rehusaba cooperar con los grupos de presión locales para la entrega de unidades habitacionales fabricadas en serie. Además, se promulgaron innumerables reglamentos que tildaron su ingenuidad de ilegal y hasta de delictiva. Este ejemplo ilustra el hecho de que son los pobres los primeros en padecer cuando una nueva mercancía castra uno de los tradicionales oficios de subsistencia.

El desempleo útil de los cesantes se sacrifica a la expansión del mercado de trabajo. La construcción de la casa como actividad elegida por uno mismo se convierte en el privilegio de algunos ricos ociosos y extravagantes.

Una vez que se ha incrustado en una cultura la adicción a la opulencia paralizante, genera «pobreza modernizada». Esta forma de desvalor, que se asocia necesariamente a la multiplicación de productos industriales, escapa a la atención de los economistas porque no puede aprehenderse con sus mediciones, y a la de los servicios sociales porque sus métodos no son operativos para estos casos. Los economistas no disponen de medios efectivos para incluir en sus cálculos lo que pierde la sociedad en relación con cierto goce que no tiene su equivalente en el mercado. Así, se podría actualmente definir a los economistas como los miembros de una cofradía que solo acepta a aquellas personas que, en el ejercicio de su labor profesional, saben practicar una adiestrada ceguera hacia la consecuencia social más fundamental del crecimiento económico: más allá de cierto umbral, cada grado que se añade en cuanto a la opulencia en mercancías trae como consecuencia un descenso en la habilidad personal para hacer y crear.

Iván Illich, Desempleo creador, en: Iván Illich, un humanista radical, Ediciones La Llave, Barcelona, 2016, pp. 351-352


¿La universidad ha muerto? ¡Dejémosla descansar en paz!

Desde el Sputnik, la universidad estadounidense ha estado tratando de ponerse a la par con el número de graduados que sacan los soviéticos. Ahora los alemanes están abandonando su tradición académica y están construyendo campus para ponerse a la par con los estadounidenses. Durante esta década quieren aumentar sus erogaciones en escuelas primarias y secundarias de 14.000 a 59.000 millones de marcos alemanes y triplicar los desembolsos para la instrucción superior. Los franceses se proponen elevar para 1980 al 10 por ciento de su PNB el monto gastado en escuelas, y la Fundación Ford ha estado empujando a países pobres de América Latina a elevar sus desembolsos per cápita para los graduados «respetables» a los niveles estadounidenses. Los estudiantes consideran sus estudios como la inversión que produce el mayor rédito monetario, y las naciones los ven como un factor clave para el desarrollo.

Para la mayoría que va en pos de un grado universitario, la universidad no ha perdido prestigio, pero desde 1968 ha perdido notoriamente categoría entre sus creyentes. Los estudiantes se niegan a prepararse para la guerra, la contaminación y la perpetuación del prejuicio. Los profesores les ayudan en su recusación de la legitimidad del gobierno, de su política exterior, de la educación y del sistema de vida norteamericano. No pocos rechazan títulos y se preparan para una vida en una contracultura, fuera de la sociedad diplomada. Parecen elegir la vía de los Fraticelli medievales o de los Alumbrados de la Reforma, que fueron los hippies y desertores escolares de su época. Otros reconocen el monopolio de las escuelas sobre los recursos que ellos necesitan para construir una contrasociedad. Buscan apoyo el uno en el otro para vivir con integridad mientras se someten al ritual académico. Forman, por así decirlo, focos de herejía en medio de la jerarquía.


Si es extiende la luz,

toma la forma,

de lo que está inventando la mirada.

(JEP)